El Camino de Emaús

El Camino de Emaús

El estudio de la muerte y resurrección de Jesús se puede abordar de muchas maneras distintas. Un buen método es el breve curso que dio el propio Señor Jesús a dos de sus discípulos en el atardecer del mismo día de Pascua, cuando iban de camino a Emaús. De hecho, cada uno de nosotros podríamos ser también esos mismos discípulos que viajaban desde Jerusalén.

¿Estamos ciegos?

El evangelista Lucas relata el trayecto realizado por dos discípulos de Jesús y un extraño forastero (Lc. 24:13-18) para reflejar una de las peores tragedias humanas. El camino de Emaús es como un modelo palpable en el que mucha gente vive todavía hoy porque sus ojos están velados para conocer al Señor. Toda criatura humana es también como un caminante de la historia.

El Maestro se hace presente en los senderos de la humanidad, en la Biblia, en el acto solidario de partir y compartir el pan y en la Iglesia como su propio cuerpo. Sin embargo, los discípulos tienen en la cabeza la memoria de un Cristo cadáver colgando de un madero, no de un Jesús vivo.

Igual que ocurre en tantas procesiones folklóricas de la Semana Santa española. Mucha religiosidad pero un gran vacío espiritual.

Igualmente, los discípulos conocían a Jesús, pero no le reconocieron, a pesar de que les estuvo enseñando durante años a compartir no solo el pan, sino también las frustraciones, las alegrías y, sobre todo, el mensaje de la salvación. ¿Por qué no le reconocieron? ¿Acaso iba Jesús cubierto con una capucha y con las manos tapadas?

Dios se acerca

Siempre es Dios quien toma la iniciativa y se acerca sutilmente a las personas. A veces las noticias o la información producen desesperanza y así se encontraban aquellos discípulos: informados pero desesperanzados.

Sus mentes seguían sumergidas en las esperanzas mesiánicas de Israel. Es decir, en su liberación política y social: “Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel” (Lc. 24:21). Estaban equivocados al creer que era solo un gran profeta, pero no el mismísimo Hijo de Dios. Lo trágico fue que le tenían delante, pero “a él no le vieron…” (v. 24).

Qué triste es tener que admitir que, dos mil años después, esta misma ceguera sigue oscureciendo a miles de criaturas, que tampoco lo han visto aún. 

Únicamente pudieron reconocerlo a propósito de la bendición especial del pan. Cuando descubrió su cabeza en señal de reverencia al Padre y al levantar el pan hacia arriba se le vieron las heridas que tenía en las manos. Entonces sí le reconocieron y comprendieron que era el Señor.

Su apresurado retorno a Jerusalén así lo confirma, ya que la Iglesia de Cristo debía comenzar su andadura milenaria y no había tiempo que perder.

El dolor, el sufrimiento y las heridas son a veces buenos reveladores de Jesucristo.

Publicat originalment a protestantedigital.com el 19 de juliol de 2020.

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